El pasado lunes me atreví a hacerme dos tatuajes. Llevaba mucho tiempo queriendo hacerlo, pero ya sabes, hasta que no sientes que es “tu momento” no te atreves a dar el paso poresodequeesparasiempre. Aprovechando que estoy en mi año “fantástico” de atreverme a hacer cosas que nunca he hecho: escribir y publicar MI libro, abrirme una cuenta de Instagram sobre poesía, ser constante escribiendo, salir hasta las 8 de la mañana (sí, nunca lo había hecho), pero sobre todo, dejar de poner mis sueños en pausa. Decidí que tatuarme sería otro check en esa lista imaginaria de cosas.
Como decía, me he hecho 2 tatuajes: el primero, un tulipán en mi tríceps (¿tiene otro nombre?), es un homenaje a mi primer libro, Nadie regala flores, que salió hace apenas dos meses. Este libro, aunque acaba de salir, comenzó a gestarse cuando yo tenía 13 años y es un viaje a través de cinco flores. Los tulipanes amarillos son mi flor favorita y tatuármelo es llevar en la piel ese proceso, ese creer en mí, esa historia que me define, ese sueño que ahora es de papel y tinta.
El segundo tatuaje, en mi muñeca, dice simplemente: maravillosa. Hace poco, alguien a quien le tengo un aprecio infinito me puso un mensaje en el que me decía (entre otras mil cosas bonitas) que era una “Mujer Maravillosa”. Esas palabras fueron un gran regalo para mí y resonaron tanto que decidí grabarlas en mi piel para leerlas cada día, para recordarme que soy suficiente, que soy valiosa, para que se conviertan en un mantra contra mis inseguridades (mi niña interior está muy orgullosa de mí ahora mismo). Es un tatuaje para el alma, una promesa de creeerme esas palabras incluso cuando el mundo me haga sentir pequeña. Un ancla que me recuerda que soy capaz y que me merezco todo lo bueno que me pase.
Pero más allá de la tinta, pienso en los tatuajes que la vida nos deja, esos que no elegimos pero que llevamos a cuestas. Hace dos años y medio nació mi hijo, y ese momento me marcó para siempre. Ser madre es un tatuaje que no se borra: está en cada decisión, en cada miedo, en cada risa compartida. Igual que mi hijo, hay experiencias que nos transforman irrevocablemente.
No solo los momentos felices nos marcan. También son tatuajes los dolores que cargamos en nuestras mochilas invisibles. Hay cicatrices de un corazón roto, amistades que nos marcan, pérdidas que nos hacen redirigir nuestro camino. Pienso en mi adolescencia, en las noches escribiendo poesía bajo la luz tenue de una lámpara, mientras el resto del mundo dormía, soñando con ser escritora. Ese deseo, esa chispa, también es un tatuaje que llevo conmigo incluso cuando la vida me llevó por caminos inesperados.
Hay tatuajes mas sutiles, pero no menos profundos. La canción que sonaba en aquel momento y que te recuerda a esa persona, el aroma de casa de mi abuela que me transporta a la niñez, la voz de alguien que ya no está pero resuena en mi cabeza … Cada mudanza, cada viaje, cada “no” que me obligó a buscar otro camino, esos errores que me gustaría deshacer … Todos esos tatuajes me han enseñado a ser más amable conmigo misma, a entender que así es la vida por mucho que me empeñe en dar cabezazos contra la pared.
Cada tatuaje, sea de tinta o de vida, es una invitación a la reflexión ¿qué hacemos con las marcas que llevamos? ¿las escondemos o las mostramos con orgullo? Algunas como el nacimiento de mi hijo o la publicación de mi libro son hitos que celebro. Otras, como las dudas que me han paralizado o las heridas de la infancia, son más difíciles de mirar. Pero todas, me han traído hasta aquí. Aprender a vivir con nuestros tatuajes es también aprender a perdonarnos, a reconocer que cada cicatriz es una prueba de que seguimos adelante, de que somos más fuertes de lo que creemos.
Quizás el arte de vivir sea aprender a llevar esos tatuajes con orgullo, a leerlos no como cargas, sino como mapas: guías de lo que fuimos, de lo que superamos, de lo que aún podemos llegar a ser.
¿Qué tatuajes te ha hecho la vida?
Gracias por leerme, por ser parte de este tatuaje colectivo.
Nos leemos el próximo lunes.